La mayoría de nosotras vio la película cuando se estrenó, en 1995 y ahora, 18 años después. A más de una le ocurrió que, la primera vez, quedó fascinada con esta historia de amor imposible y esta segunda vez se preguntó si ese tenía que ser el único final posible. Dicho de otro modo, tal vez menos poético: hace años pensamos “pobre mujer, se debía a sus hijos y su marido” y ahora pensamos “qué estúpida, qué sometida, por qué no pensó más en ella”.
Nos preguntamos qué le habría ocurrido a la protagonista para tomar semejante decisión, y la primera palabra que surgió fue: culpa. Culpa de dañar al marido y a los hijos si decidía irse.
Algunas afirmaron que en esa época a la protagonista no le quedaba nada más que hacer que lo que hizo. Y también se señaló que Francesca era inmigrante, alejada de su gente y sus costumbres, forzada a adaptarse a un país que le era totalmente ajeno y en el que carecía de una red de contención y apoyo.
La acción se desarrolla en los años ’60, en un pueblo chico del centro de los Estados Unidos. Entorno histórico y geográfico que no ayudó a que Francesca eligiera con libertad. Lo que importaba eran las apariencias. Una de nosotras afirmó que “las apariencias” no eran algo que quitara el sueño solo en los años ’60: a un mes de su boda, la madre no la dejaba volver tarde a su casa. Si bien estuvimos de acuerdo con que la mujer tiene mayor independencia hoy en día, pudimos dar ejemplos de situaciones de profundo sometimiento tanto en pueblos pequeños como en grandes ciudades, tanto en gente de clase alta, como media o baja.
Esto nos hizo pensar en que las decisiones que una mujer tome respecto de su vida no solo van a estar pautadas por su extracción social, económica, histórica y geográfica, sino por los mandatos familiares y por sus características y recursos individuales.
Otro de los motivos por los cuales Francesca no eligió irse con Robert pudo ser el temor a que después de vivir mucho tiempo con él, la rutina, lo cotidiano rompiera la magia.
Cuando comentamos que nos sorprendía que una mujer tan reprimida se hubiera permitido tener cuatro días de libertad, una de nosotras dio con la respuesta: “el grado de saturación de la mujer estaba al máximo, por eso se subió a la camioneta de ese extraño”. Pero del mismo modo en que no dudó en subirse a la camioneta, tampoco dudó (al cabo de cuatro días) en decir “basta” y quedarse. A su manera, ella eligió todo.
También se planteó que fue un error de la protagonista el hecho de haberles contado su secreto a los hijos a través de sus escritos, después de muerta. La lectura de los cuadernos de la madre ayudó a los hijos a repensar sus parejas, fue muy bueno para ellos saber la verdad y lo que sentía su madre. Pero es probable que hubiera sido mucho más positivo si ella les hubiera podido hablar mientras vivía y de ese modo ellos hubieran podido preguntar, enojarse, expresarse y, tal vez, proyectar sus propias vidas de otra manera. Todas acordamos que las dificultades de comunicación no las tenía solo Francesca: en esa pareja y en esa familia nadie hablaba.
A partir de este comentario hablamos sobre la importancia de la comunicación dentro del seno familiar.
Muchos hombres tienen la idea de que hay dos tipos de mujeres: la esposa y “la otra”. Con la esposa se comparte lo cotidiano, la familia y la crianza de los hijos. Con “la otra” se disfruta de lo nuevo, de lo no cotidiano y de la sexualidad. Tal vez Francesca es la versión femenina: pues no pudo unir en su marido a estos “dos hombres”: aquel con el que se forma una familia y aquel con el que se goza de la aventura de vivir y de la propia sexualidad.