Es la necesidad de formar parte de un grupo, de una comunidad. El ser humano, como todo mamífero, es gregario por naturaleza, necesita de otro para sobrevivir, no puede hacerlo solo.
La sensación de pertenencia es sentirnos parte de algo y por lo tanto sentirnos seguros.
Es una sensación de arraigo a lugares, personas, tradiciones. Arraigo al lugar que nos vio nacer, donde crecimos, el barrio, la escuela, la ciudad, la familia, los amigos.
Cuanto más y mejor se haya sentido una persona dentro de un grupo de pertenencia, más autónoma será. Parece una contradicción, pero es verdad que una persona se siente más segura de sí misma y, en cierto modo protegida, sin miedo, si pertenece a un grupo con el que comparte ideas y vivencias.
El concepto de pertenencia está ligado al de identidad.
¿Qué es la identidad?
Es un conjunto de rasgos que nos hacen ser lo que somos y que nos diferencian de los otros. Estas características físicas, psíquicas y sociales son lo que heredamos de nuestros padres, unidas a experiencias personales pasadas y presentes.
Tener conciencia de mi identidad me posibilita sentir que existo y que mi vida tiene sentido.
La identidad se construye, y es la familia la que va dando forma a nuestra identidad. Por medio de la imitación, la introyección y la identificación, el niño toma rasgos de su entorno familiar.
El niño crece y se hace adolescente. Un adolescente que busca afanosamente su identidad: quiere saber quién es. Sabe que proviene de una familia, que ha adquirido muchas características de ella, pero quiere ser único, diferente. Tiene lugar la rebeldía, la crisis de identidad del adolescente.
En la adultez nuestra identidad parece más clara, sin embargo, siempre buscamos saber quiénes somos, siempre queremos entender cuál es el sentido de nosotros y del mundo.
Identidad y sentimiento de pertenencia son dos conceptos relacionados, porque nuestra identidad depende del entorno al que pertenecemos.
Niños, adolescentes y adultos, nos acercamos a aquellos con los que nos sentimos más a gusto, con los que compartimos características comunes. Nuestra relación con los otros va forjando nuestra identidad, ser aceptados por un grupo nos alimenta el sentido de pertenencia.
Cuando somos chicos, sentimos el amor de nuestra familia y vamos adquiriendo un sentimiento de aceptación por parte de los que nos rodean. Se sabe que los niños que se sienten amados y aceptados, tienen mayor facilidad para integrarse a otros grupos y socializar (en la escuela por ejemplo).
Al emigrar, en un primer momento (y en algunos casos, durante mucho tiempo y, en otros casos para siempre), sentimos que no pertenecemos a nada de lo que nos rodea. Es una doble sensación de no pertenencia: lo otro no me pertenece (es de otros): calles, historia, costumbres, y yo no les pertenezco (no soy uno de ellos): no me conocen, no compartimos el idioma.
Si siento que es ajeno lo que está alrededor mío, poco a poco voy a perder el interés en ello y me apartaré cada vez más, hasta meterme dentro de mí y dentro de lo que sí conozco, que es mi grupo primario.
Cuando emigramos entra en crisis nuestra identidad, pues todo aquello que nos pertenecía, y nos hacía ser, quedó lejos. Entonces tenemos que hacer el esfuerzo de conectarnos con el entorno desconocido participando en actividades de la comunidad, estableciendo lazos con compañeros del trabajo, entablando amistades nuevas, etc. Tenemos que volver a generar espacios, relaciones, identidades. Como cuando éramos chicos.
Al emigrar tenemos que rearmarnos, reconectarnos, recrearnos. Es todo un trabajo y a veces no tenemos ganas ni fuerzas para realizarlo. Cuando cambiamos de país tenemos que poner en práctica todo lo que hacíamos en nuestro país de origen cuando éramos jóvenes: presentarnos a la sociedad, que nos conozcan “Soy Fulana de Tal, soy profesional, hago esto, me gusta aquello”, y conocer un mundo nuevo: “¿Dónde hay una buena veterinaria? ¿Quién es un buen dentista? ¿Dónde puedo comprar tal producto? Teníamos nuestro mundo armado muy lejos, y ahora tenemos que armar otro. Tenemos que armarlo más rápido: lo que nos llevó 40 años, tenemos que recrearlo en meses, en un par de años.
Recuerdo que cuando vine a Miami y tuve que sacar la licencia para conducir, reprobé el examen práctico dos veces. La furia que me invadía era enorme, y entre gritos y llantos decía: “¡Hace 25 años que saqué mi licencia de conducir! ¡Hace 25 años que manejo! ¡Nunca choqué! ¿Por qué tengo que dar examen de conducir otra vez? ¿Por qué les tengo que demostrar a estos gringos que sé manejar? ¿Qué culpa tengo yo de que ellos no me conozcan?”. Por supuesto que por más que protesté y pataleé, di el examen por tercera vez. Y lo aprobé.
Como los niños pequeños, todos sabemos que en nuestros países de origen somos amados y aceptados. Pero en el nuevo país tenemos que comprobarlo.
Es muy difícil emigrar cuando se es adulto. Y creo que cuanto mayor, peor. Aunque siempre hay excepciones.
En esta nueva situación, muchos adultos se comportan como niños asustados frente a lo nuevo y, ante el temor de un rechazo, se aíslan de los demás; les resulta difícil hacer nuevos amigos; algunos se defienden ante lo nuevo con sarcasmo y actitudes despectivas, incluso compiten con los demás tratando de marcar diferencias que, muchas veces, ni siquiera existen.
¿Quién soy? ¿Qué quiero hacer en mi vida? ¿Qué proyectos tengo? ¿Quiénes son mis amigos? Son algunas de las preguntas que al emigrar se reactivan con mucha fuerza. A veces parece que estuviéramos viviendo una segunda adolescencia. Cuando no entendemos lo que nos dicen, cuando no sabemos manejarnos con soltura, cuando nos vemos torpes en un entorno desconocido, sentimos que volvimos a “la edad del pavo”.
Si bien algunas veces no nos sentimos “ni de aquí ni de allá”, en realidad, pertenecemos a nuestros países de origen y a éste nuevo en el que vivimos. No restamos, sino que sumamos.